Reseña de 'Conversaciones con Billy Wilder' de Cameron Crove

A mediados de los 90 Cameron Crowe, un joven escritor, guionista e iniciático director de cine, estaba preparando su próxima película “Jerry Maguire”, de la que era director y guionista, además de contar con una gran estrella de Hollywood para el papel principal. Se le ocurrió la brillante idea de matar dos pájaros de un tiro e invitar a uno de sus ídolos para hacer un cameo e interpretar un pequeño papel en ella. Acudió a su oficina con todas las armas a su alcance, un guión sólido, una historia puramente americana, y el propio Tom Cruise a su lado para convencer a Billy Wilder. Pero el viejo gruñón declinó amablemente la oferta, les dio las gracias y les acompañó amablemente hasta la puerta.

Así comienza la historia de una amistad, del constante tira y afloja entre el empecinado admirador y el mito rezongón nonagenario. Crowe conseguía poco a poco hacerse con la confianza de Wilder, pero su resistencia parecía firme para conseguir convertir esas charlas sobre su vida y su cine en un libro. No contaba con la conllevada pasión por el cine y la escritura que ambos compartían, lo que hacía que la insistencia de Cameron Crowe fuera resquebrajando el muro que Billy Wilder interponía entre ambos.

Sus primeros encuentros en la oficina del retirado director austríaco fueron limando las asperezas que su reputación arrastraba. Contestaba educadamente lo que le preguntaban, pero no más allá, sin darse ninguna importancia, asumiendo su leyenda como un trabajo más, un trabajo apasionante y que le ha hecho famoso, pero a la vez siempre disconforme, siempre descontento con el resultado final, alejando su figura del icono cinematográfico que los fanáticos del cine sentimos por él.

Cameron Crowe le pregunta por su pasado, por su llegada al mundo del cine, por sus referentes, por sus inicios en Hollywood, por sus películas favoritas, por su reparto ideal, por su compañero de escritura perfecto, por todo lo que nos podamos imaginar. Y Billy siempre responde con sinceridad, con elegancia, con los detalles justos, restándose importancia y dándole más poder al público o a lo acertado de un reparto que a sí mismo.

Estas charlas dejan claro que su ideario pasa directamente por Ernst Lubitsch, del que solo se le leen halagos y piropos. Sus inicios en Hollywood como guionista marcan la diferencia entre el referente que supuso Lubitsch o la mala relación con Mitchell Leisen, que marcó su pase a la dirección por la mutilación que sufrían sus guiones. También resalta su gran relación personal y profesional con actores como William Holden, Jack Lemmon o Walter Matthau, así como su preferencia por contar con Audrey Hepburn o, especialmente, con Marilyn Monroe siempre que pudiera, pese a lo difícil que era rodar con ella, porque una toma buena con ella compensaba con creces las 50 malas que has tenido que hacer previamente o la cantidad de horas que has tenido que esperarla.

Sin embargo, una de las grandes frustraciones del nervioso genio fue no poder contar nunca con Cary Grant, actor para el que escribió más de un guión específicamente (casos del interpretado por Humphrey Bogart en “Sabrina” o Gary Cooper en “Ariane”, entre otros). Otro de sus grandes reveses fue no poder filmar “La lista de Schindler” al retirarse del proyecto Martin Scorsese. Su implicación personal contra el nazismo (la mayoría de su familia murió en los campos de concentración) y la voluntad de retirarse definitivamente con una obra personal y a la altura de toda su carrera le dejan un mal sabor de boca. De hecho, al salir del cine de ver la versión de Spielberg no dice nada negativo, tan solo un “yo hubiera hecho una película distinta”.

"El crepúsculo de los dioses"
En cuanto a sus recuerdos y preferencias fílmicas, destacan sus alabanzas hacia la brillante interpretación de Charles Laughton en “Testigo de cargo”, William Holden en “Traidor en el infierno”, Jack Lemmon en “El apartamento” o de Barbara Stanwyck en “Perdición”. También llama muchísimo la atención que películas que hoy en día consideramos maravillosas, casos de “El gran carnaval”, “La tentación vive arriba”, “Irma la dulce”, “¿Qué ocurrió entre tu padre y mi madre? (Avanti)” o “Primera plana”, le saquen su lado más frustrado e insatisfecho, ya sea por el fracaso que supusieron en su momento, los errores de reparto o la falta de algunos detalles que el propio Wilder considera inquebrantables.

Por encima del resto, destaca su mal sentimiento por el resultado final de “La vida privada de Sherlock Holmes”. Según Wilder, la película narraba, en varios capítulos, determinados pasajes de la personalidad y vida del personaje creado por Arthur Conan Doyle. La profesionalidad y entrega del gran actor de teatro británico Robert Stephens le daba la capa de humanidad que Billy buscaba para el mítico inspector, pero dejó el montaje en manos ajenas y la consecuencia dejó al director con total desagrado y alejado del material que él había dejado. La tijera había convertido su historia en algo muy distinto de lo proyectado en las salas comerciales, y su desazón queda muy clara al respecto.

La relación que Crowe va trabando con Wilder, llegando a comer y cenar junto a sus esposas en varias ocasiones, a quedar en su propia casa más de una vez, a compartir algún partido de beisbol o futbol americano, a sacar alguna rectificación de Audrey (la mujer de Billy), hacen que el avance en la lectura vaya coincidiendo con el avance en la relación entre ambos, logrando un volumen más rico y Billy Wilder más cercano, dando consejos a Cameron sobre su próximo guión, o dándole su opinión negativa sobre el último boom cinematográfico del año, “Titanic”.

No quiero dejar de comentar sus alabanzas hacia Charles Brackett, primera pareja con la que compartió las tareas de escribir guiones, o I.A.L. Diamond, con el que además entabló una relación de amistad y de respeto mutuo. Está claro que lo realmente importante es el guión, el armazón de la película, la base sobre la que montar una historia, lo que hará que una película pueda ser buena o no. Luego podrá llegar Lubitsch y hacerla muy buena o Leisen y dejarla en mediocre, pero sin el guión bueno pocos podrán hacer algo.

Una obra tan apasionante como imprescindible, muy distinta, pese a que la han comparado muchas veces, del libro que Truffaut dedicó a Hitchcock. El ritmo de las charlas es como un guión del propio Wilder, dando tiempo a respirar entre risa y sonrisa. Los consejos debieron servirle a Cameron Crowe, porque desde que intentó atrapar a Wilder hasta que publicó el libro sobre Billy, sus 2 últimas películas ganaron dos premios Óscar (mejor actor secundario por “Jerry Maguire” y mejor guión original por “Casi famosos”), además de unas cuantas nominaciones más.

"Perdición"
Famoso por su sarcasmo e ironía, cuenta en su poder con varias obras maestras en varios géneros, desde “Perdición” (1944), hasta “Primera plana” (1974), pasando por “El crepúsculo de los dioses” (1950), “El gran carnaval” (1951), “Traidor en el infierno” (1953), “Sabrina” (1954), “”Testigo de cargo” (1957), “Con faldas y a lo loco” (1959), “El apartamento” (1960), “Uno, dos tres” (1961) o “En bandeja de plata” (1966). Nada más terminar de leer este libro volví a ver “Uno, dos, tres…” (1961) y sigue tan fresca y divertida como hace 55 años, como la mayoría de su cine. Su ritmo es trepidante, frenético, con un James Cagney vibrante (encarnando su último papel protagonista), un guión perfectamente hilado y, por una vez, sin dar aire para respirar entre chiste y chiste. Ese era Billy Wilder, un romántico disfrazado de escrito y careta de comediante, uno de los grandes genios del siglo XX.

Un consejo, cómprate un ejemplar, ponte cómodo y a leer, y no te sorprendas si te lo acabas en uno, dos, tres…

Eduardo Garrido.

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